CAPÍTULO UNO
LA LEVEDAD
Y EL PESO
La
idea del eterno retorno es misteriosa y con ella Nietzsche dejó perplejos a los
demás filósofos: ¡pensar que alguna vez haya de repetirse todo tal como lo
hemos vivido ya, y que incluso esa repetición haya de repetirse hasta el
infinito! ¿Qué quiere decir ese mito demencial?
El
mito del eterno retorno viene a decir, per negatio-nem, que una vida que
desaparece de una vez para siempre, que no retorna, es como una sombra, carece
de peso, está muerta de antemano y, si ha sido horrorosa, bella, elevada, ese
horror, esa elevación o esa belleza nada significan. No es necesario que los tengamos
en cuenta, igual que una guerra entre dos Estados africanos en el siglo catorce
que no cambió en nada la faz de la tierra, aunque en ella murieran, en medio de
indecibles padecimientos, trescientos mil negros.
¿Cambia en algo la guerra entre dos Estados africanos si se
repite incontables veces en un eterno retorno? Cambia: se convierte en un bloque que sobresale y perdura, y su estupidez será irreparable.
Si
Digamos,
por tanto, que la idea del eterno retorno significa cierta perspectiva desde la
cual las cosas aparecen de un modo distinto ha como las conocemos: aparecen sin
la circunstancia atenuante de su fugacidad. Esta circunstancia atenuante es la
que nos impide pronunciar condena alguna. ¿Cómo es posible condenar algo fugaz?
El crepúsculo de la desaparición lo baña todo con la magia de la nostalgia; todo,
incluida la guillotina.
No
hace mucho me sorprendí a mí mismo con una sensación increíble: estaba hojeando
un libro sobre Hitler y al ver algunas de las fotografías me emocioné: me
habían recordado el tiempo de mi infancia; la viví durante la guerra; algunos
de mis parientes murieron en los campos de concentración de Hitler; ¿pero qué
era su muerte en comparación con el hecho de que las fotografías de Hitler me
habían recordado un tiempo pasado de mi vida, un tiempo que no volverá?
2 Si cada uno de los instantes de nuestra vida se va a repetir infinitas veces, estamos clavados a la eternidad como Jesucristo a la cruz. La imagen es terrible. En el mundo del eterno retorno descansa sobre cada gesto el peso de una insoportable responsabilidad. Ese es el motivo por el cual Nietzsche llamó a la idea del eterno retorno la carga más pesada (das schwerste Gewicht).
Pero
si el eterno retorno es la carga más pesada, entonces nuestras vidas pueden
aparecer, sobre ese telón de fondo, en toda su maravillosa levedad.
¿Pero es de verdad terrible el peso y maravillosa
la levedad?
La carga más pesada nos destroza,
somos derribados por ella, nos aplasta contra la tierra. Pero en la poesía
amatoria de todas las épocas la mujer desea cargar con el peso del cuerpo del
hombre. La carga más pesada es por lo tanto, a la vez, la imagen de la más
intensa plenitud de la vida. Cuanto más pesada sea la carga, más a ras de
tierra estará nuestra vida, más real y verdadera será.
Por
el contrario, la ausencia absoluta de carga hace que el hombre se vuelva más
ligero que el aire, vuele hacia lo alto, se distancie de la tierra, de su ser
terreno, que sea real sólo a medias y sus movimientos sean tan libres como
insignificantes.
Entonces,
¿qué hemos de elegir? ¿El peso o la levedad?
Este fue el interrogante que se
planteó Parménides en el siglo sexto antes de Cristo. A su juicio todo el mundo
estaba dividido en principios contradictorios: luz-oscuridad; sutil-tosco;
calor-frío; ser-no ser. Uno de los polos de la contradicción era, según él,
positivo (la luz, el calor, lo fino, el ser), el otro negativo. Semejante
división entre polos positivos y negativos puede parecemos puerilmente simple.
Con una excepción: ¿qué es lo positivo, el peso o la levedad?
Parménides
respondió: la levedad es positiva, el peso es negativo.
¿Tenía razón o no? Es una incógnita. Sólo una
cosa es segura: la contradicción entre peso y levedad es la más misteriosa y
equívoca de todas las contradicciones.
3
Pienso en Tomás desde hace años, pero no había logrado verlo con claridad hasta que me lo iluminó esta reflexión. Lo vi de pie junto a la ventana de su piso, mirando a través del patio hacia la pared del edificio de enfrente, sin saber qué debe hacer.
Se encontró por primera vez a Teresa hace unas tres semanas en una pequeña ciudad checa. Pasaron juntos apenas una hora. Lo acompañó a la estación y esperó junto a él hasta que tomó el tren. Diez días más tarde vino a verle a Praga. Hicieron el amor ese mismo día. Por la noche le dio fiebre y se quedó toda una semana con gripe en su casa.
Sintió
entonces un inexplicable amor por una chica casi desconocida; le pareció un
niño al que alguien hubiera colocado en un cesto untado con pez y lo hubiera
mandado río abajo para que Tomás lo recogiese a la orilla de su cama.
Teresa
se quedó en su casa una semana, hasta que sanó, y luego regresó a su ciudad, a
unos doscientos kilómetros de Praga. Y entonces llegó ese momento del que he
hablado y que me parece la llave para entrar en la vida de Tomás: está junto a
la ventana, mira a través del patio hacia la pared del edificio de enfrente y
piensa:
¿Debe invitarla a venir a vivir a Praga? Le daba
miedo semejante responsabilidad. Si la invitase ahora, vendría junto a él a
ofrecerle toda su vida.
¿O ya no debe dar señales de vida? Eso
significaría que Teresa seguiría siendo camarera en un restaurante de una
ciudad perdida y que él ya no la vería nunca más.
¿Quería que ella viniera a verle, o no quería?
Miraba
a través del patio hacia la pared de enfrente y buscaba una respuesta.
Se
acordaba una y otra vez de cuando estaba acostada en su cama: no le recordaba a
nadie de su vida anterior. No era ni una amante ni una esposa. Era un niño al
que había sacado de un cesto untado de
pez y había colocado en la orilla de su cama. Ella se durmió. El se arrodilló a
su lado. Su respiración afiebrada se aceleró y se oyó un débil gemido. Apretó
su cara contra la de ella y le susurró mientras dormía palabras
tranquilizadoras. Al cabo de un rato
sintió que su respiración se serenaba y que la cara de ella ascendía instintivamente
hacia la suya. Sintió en su boca el suave olor de la fiebre y lo aspiró como si
quisiera llenarse de las intimidades de su cuerpo. Y en ese momento se imaginó
que ya llevaba muchos años en su casa y que se estaba muriendo. De pronto tuvo
la clara sensación de que no podría sobrevivir a la muerte de ella. Se
acostaría a su lado y querría morir con ella. Conmovido por esa imagen hundió
en ese momento la cara en la almohada
junto a la cabeza de ella y permaneció así durante mucho tiempo.
Ahora
estaba junto a la ventana e invocaba ese momento. ¿Qué podía ser sino el amor
que había llegado de ese modo para que él lo reconociese?
Pero
¿era amor? La sensación de que quería morir junto a ella era evidentemente
desproporcionada: ¡era la segunda vez que la
veía en la vida! ¿No se trataba más bien de la histeria de un hombre que en lo
más profundo de su alma ha tomado conciencia de su incapacidad d e amar y que por eso mismo empieza a fingir amor ante
sí mismo? ¡Y su subconsciente era tan cobarde que había elegido para esa comedia
precisamente a una pobre camarera de una ciudad perdida, que no tenía
prácticamente la menor posibilidad de entrar a formar parte de su vida!
Miraba
a través del patio la sucia pared y se daba cuenta de que no sabía si se trataba
de histeria o de amor.
Y
le dio pena que, en una situación como aquélla, en la que un hombre de verdad
sería capaz de tomar inmediatamente una decisión, él dudase, privando así de su
significado al momento más hermoso que había vivido jamás (estaba arrodillado junto a su cama y
pensaba que no podría sobrevivir a su muerte).
Se
enfadó consigo mismo, pero luego se le ocurrió que en realidad era bastante
natural que no supiera qué quería:
El hombre nunca puede saber qué
debe querer, porque vive sólo una vida y no tiene modo de compararla con sus
vidas precedentes ni de enmendarla en sus vidas posteriores.
¿Es mejor
estar con Teresa o quedarse solo?
No existe
posibilidad alguna de comprobar cuál de las decisiones es la mejor, porque no
existe comparación alguna. El hombre lo vive todo a la primera y sin
preparación. Como si un actor representase su obra sin ningún tipo de ensayo.
Pero ¿qué valor puede tener la vida si el primer ensayo para vivir es ya la
vida misma? Por eso la vida parece un boceto. Pero ni siquiera boceto es la
palabra precisa, porque un boceto es siempre un borrador de algo, la
preparación para un cuadro, mientras que el boceto que es nuestra vida es un
boceto para nada, un borrador sin cuadro.
«Einmal ist keinmal»,
repite Tomás para sí el proverbio alemán. Lo que sólo ocurre una vez es como si
no ocurriera nunca. Si el hombre sólo puede vivir una vida es como si no
viviera en absoluto.
4
Pero luego, un día, en un descanso entre dos operaciones, la enfermera le avisó que le llamaban al teléfono. En el auricular oyó la voz de. Teresa. Le llamaba desde la estación. Se alegró. Era una lástima que para esa misma noche ya hubiera quedado en ir a visitar a unos amigos, de modo que la invitó a venir a su casa al día siguiente. En cuanto colgó se arrepintió de no haberle dicho que viniera en seguida. ¡Si aún tenía tiempo de aplazar la visita! Se puso a pensar en qué podría hacer Teresa en Praga teniendo que esperar nada menos que treinta y seis horas hasta verlo, y le dieron ganas de coger el coche e ir a buscarla por las calles de la ciudad.
Llegó
al día siguiente al anochecer, llevaba un bolso colgado del hombro con una
correa larga y le pareció más elegante que la otra vez. Tenía en la mano un
libro grueso. Era Ana Karenina de Tolstoi. Su comportamiento era alegre,
incluso un tanto ruidoso, y trataba de que pareciera que había ido a verle por casualidad,
gracias a una feliz coincidencia: estaba en Praga por motivos de trabajo o
quizá (sus explicaciones eran muy confusas) para ver si encontraba un trabajo.
Estaban
acostados, más tarde, desnudos y fatigados, los dos juntos en la cama. Era ya
de noche. El le preguntó dónde se alojaba, para llevarla en coche. Le respondió
tímidamente que todavía no había buscado hotel y que la maleta la tenía en la
consigna de la estación.
Ayer
mismo había tenido miedo de que, si la invitaba a visitarle en Praga, viniera a
ofrecerle toda su vida. Cuando ahora le dijo que tenía la maleta en la
consigna, se dio cuenta de inmediato de que en esa maleta estaba toda la vida
de ella y de que la había dejado momentáneamente en la estación antes de ofrecérsela.
Cogió
el coche que estaba aparcado delante del edificio, fue hasta la estación, recogió la maleta (era grande y
enormemente pesada) y regresó a casa, con la maleta y con ella.
¿Cómo es posible que se decidiera con tanta rapidez cuando
había estado casi catorce días dudando y sin ser capaz de enviarle ni siquiera
una postal con un saludo?
El
mismo estaba sorprendido. Estaba actuando en contra de sus principios. Hace
diez años se divorció de su primera mujer y vivió el divorcio con el ánimo
festivo con que otros celebran su boda. Se daba cuenta de que no había nacido para convivir con una
mujer y de que sólo podía encontrarse plenamente a sí mismo viviendo como un
solterón. Puso todo su empeño en organizarse tal sistema de vida que nunca
pudiera ya entrar en su casa una mujer con su maleta. Ese era el motivo por el
cual no tenía en su casa más que una cama. A pesar de que era una cama bastante
ancha, Tomás les decía a todas sus amantes que era incapaz de dormir si
compartía la cama con alguien y las llevaba a todas a medianoche a sus casas.
Por lo demás, la primera vez que Teresa se quedó en su casa con la gripe, nunca
durmió con ella. La primera noche él la pasó en un sofá grande y la noche
siguiente se marchó al hospital, donde tenía su despacho y en él una camilla
que utilizaba durante las guardias.
Pero
esta vez se durmió a su lado. Por la mañana se despertó y comprobó que Teresa,
que aún dormía, lo tenía cogido de la mano. ¿Habrían estado así durante toda la
noche? Le parecía difícil creerlo.
Ella
respiraba profundamente entre sueños, apretaba su mano (con fuerza, no fue
capaz de lograr que se la soltara), y la maleta enormemente pesada estaba a su
lado, junto a la cama.
Temía
intentar que le soltara la mano, por no despertarla, y con mucho cuidado se dio
media vuelta hasta apoyarse en un costado para poder observarla mejor.
Volvió
a imaginar que Teresa era un niño al que alguien había colocado en un cesto
untado con pez y lo había mandado río abajo. ¡No se puede dejar que un cesto
con un niño dentro navegue por un río
embravecido! ¡Si la hija del faraón no hubiera rescatado de las olas el cesto del
pequeño Moisés, no hubiera existido el Antiguo Testamento ni toda nuestra
civilización! Hay tantos mitos que comienzan con alguien que salva a un niño
abandonado. ¡Si Pólibo no se hubiera hecho cargo del pequeño Edipo, Sófocles no
hubiera escrito su más bella tragedia!
Tomás
no se daba cuenta en aquella ocasión de que las metáforas son peligrosas. Con
las metáforas no se juega. El amor puede surgir de una sola metáfora.
5 Vivió apenas dos años con su primera mujer y concibió con ella un hijo. Cuando tramitaron el divorcio, el juez otorgó el niño a la madre y condenó a Tomás a pagar por él un tercio de su sueldo. Al mismo tiempo le garantizó que tendría derecho a ver al niño un domingo de cada dos.
Pero
cada vez que tenía que ver a su hijo, la madre inventaba alguna excusa. Si les
hubiera llevado costosos regalos, seguramente habría habido menos obstáculos
para los encuentros. Comprendió que tenía que pagarle a la madre, y pagarle por
anticipado, por el cariño del hijo. Se imaginó cómo iba a pretender quijotescamente
inculcar en el futuro al hijo sus opiniones, que eran diametralmente opuestas a
las de la madre. Ya se sentía cansado de antemano. Un domingo, cuando la madre
volvió a anular en el último momento una cita con su hijo, decidió de repente
que ya no quería volver a verle nunca en la vida.
Además
¿por qué iba a tener que sentir por este niño, al que no lo unía nada más que
una noche imprudente, algo más que por otra persona cualquiera? ¡Pagará
puntualmente lo que le corresponda, pero que nadie le pida que luche por el
derecho a su hijo en nombre de quién sabe qué sentimientos paternales!
Por
supuesto que nadie estuvo de acuerdo con semejante postura. Sus propios padres
condenaron su actitud y dijeron que, si Tomás se negaba a interesarse por su
hijo, ellos harían lo propio con el suyo. Mantuvieron en cambio excelentes
relaciones con la nuera, jactándose ante los amigos de su comportamiento
ejemplar y de su sentido de la justicia.
De
ese modo consiguió librarse en poco tiempo de su mujer, su hijo, su madre y su
padre. Lo único que le quedó de todos ellos fue el miedo a las mujeres. Las
deseaba, pero les tenía miedo. Entre el miedo y el deseo no tenía más remedio
que buscar una especie de compromiso; lo denominaba «amistad erótica». A sus
amantes les decía: sólo una relación no sentimental, en la que uno no
reivindique la vida y la libertad del otro, puede hacer felices a los dos.
Quería
tener la seguridad de que la amistad erótica nunca llegaría a convertirse en la
agresividad del amor, y por eso mantenía largas pausas entre los encuentros con
cada una de sus amantes. Estaba convencido de que éste era un método perfecto y
lo propagaba entre sus amigos: «Hay que mantener la regla del número tres. Es
posible ver a una mujer varias veces seguidas, pero en tal caso no más de tres veces.
También es posible mantener una relación durante años, pero con la condición de
que entre cada encuentro pasen al menos tres semanas».
Este
sistema le daba a Tomás la posibilidad de no separarse de sus amantes
permanentes, teniendo al mismo tiempo una considerable cantidad de amantes
pasajeras. No siempre encontraba comprensión. La que mejor le entendía de todas
sus amigas era Sabina. Era una pintora. Le decía: «Te quiero porque eres el
polo opuesto al kitsch. En el reino del kitsch serías un monstruo. No hay ninguna película rusa o americana en la
que pudieras existir más que como ejemplo de maldad».
A
ella acudió cuando necesitó encontrar un empleo en Praga para Teresa. Tal como
lo exigían las reglas tácitas de la amistad erótica, Sabina le prometió que
haría lo posible y, en efecto, pronto encontró un puesto en el laboratorio
fotográfico de un semanario. El puesto no requería preparación especial, sin
embargo elevó a Teresa del status de camarera al del gremio de la prensa. Ella
misma acompañó a Teresa a la redacción, mientras Tomás decía para sus adentros
que jamás había tenido una amiga mejor que Sabina.
6
El
acuerdo tácito sobre la amistad erótica presuponía que Tomás dejaba el amor
fuera de su vida. En cuanto incumpliese esta condición, sus demás amantes se
encontrarían en una posición secundaria y se rebelarían.
Por eso buscó para Teresa un piso de alquiler al que ella tuvo que llevar su pesada maleta. Quería velar por ella, defenderla, disfrutar de su presencia, pero no sentía necesidad de cambiar su estilo de vida. Por eso no quería que se supiera que Teresa dormía en su casa. Dormir juntos era, en realidad, el corpus delicti del amor.
Nunca
dormía con las demás amantes. Cuando iba a verlas a sus casas, la cuestión era
sencilla, podía irse cuando quería. Peor era cuando ellas estaban en casa de él
y había que explicarles que a medianoche debía llevarlas a sus casas porque
tenía problemas de insomnio y era incapaz de dormir en la inmediata proximidad
de otra persona. Aquello no estaba muy lejos de la verdad, pero la causa
principal era peor y no se atrevía a contársela: en el mismo momento en que terminaba
el acto amoroso sentía un deseo insuperable de quedarse solo; despertarse en
medio de la noche junto a una persona extraña le desagradaba; levantarse por la
mañana junto con alguien le producía rechazo; no tenía ganas de que nadie oyese
cómo se limpiaba los dientes en el cuarto de baño y la intimidad del desayuno
para dos no le atraía.
Por
eso se sorprendió tanto cuando se despertó y Teresa cogía con fuerza su mano.
La miraba y no podía entender qué había pasado. Se acordaba de las horas que
acababan de pasar y le parecía que de ellas se desprendía el perfume de quién
sabe qué felicidad desconocida.
Desde entonces los dos disfrutaban durmiendo juntos. Diría casi que el objetivo del acto amoroso no era para ellos el placer sino el sueño que venía después de aquél. Ella, en particular, no podía dormir sin él. Cuando alguna vez se quedaba sola en su piso alquilado (que iba convirtiéndose cada vez más en una simple tapadera), no podía conciliar el sueño en toda la noche. En sus brazos se dormía por más excitada que estuviera. El le susurraba al oído historias que inventaba para ella, cosas sin sentido, palabras que repetía monótonamente, consoladoras o chistosas. Aquellas palabras se convertían en visiones confusas que la transportaban hasta el primer sueño. Tenía el sueño de ella totalmente en su poder y ella se dormía en el instante que él elegía.
Cuando
dormían, se aferraba a él como la primera noche: se cogía con fuerza de su
muñeca, de su dedo, de su tobillo. Si quería alejarse sin despertarla, debía
utilizar algún truco. Liberaba el dedo (la muñeca, el tobillo) de su encierro,
lo cual siempre la despertaba a medias, porque ni aun dormida dejaba de vigilar
atentamente lo que él hacía. Se calmaba cuando en lugar de su muñeca ponía en
su mano algún objeto (un pijama retorcido, un zapato, un libro) que ella luego
apretaba firmemente como si fuera parte del cuerpo de él.
Una
vez, mientras la adormecía y ella no había pasado aún de la primera antesala
del sueño, de modo que todavía era capaz de responder a sus preguntas, le dijo:
«Bueno. Yo ahora me voy». «¿Adonde?», le preguntó. «Me voy», dijo con voz
severa. «¡Voy contigo!», dijo y se incorporó. «No, no puedes. Me voy para
siempre», dijo y salió de la habitación al vestíbulo. Ella se levantó y con los
ojos entrecerrados fue tras él. No llevaba más que un camisón corto, sin nada
debajo. Su cara permanecía impasible, inexpresiva, pero sus movimientos eran
enérgicos. El salió del vestíbulo al pasillo (el pasillo común del edificio) y
cerró la puerta. Ella la abrió bruscamente y fue tras él, convencida en su
sueño de que quería irse para siempre y de que debía detenerlo. El bajó las
escaleras hasta el primer descansillo y allí la esperó. Ella llegó hasta él, lo
cogió de la mano y se lo llevó de regreso a la cama.
Tomás
se decía: hacer el amor con una mujer y dormir con una mujer son dos pasiones
no sólo distintas sino casi contradictorias. El amor no se manifiesta en el
deseo de acostarse con alguien (este deseo se produce en relación con una
cantidad innumerable de mujeres), sino en el deseo de dormir junto a alguien
(este deseo se produce en relación con una única mujer).
7
En medio de la noche empezó a gemir
en sueños. Tomás la despertó, pero al ver su cara le dijo con odio: «¡Vete! ¡Vete!». Después le contó lo que había
soñado: estaban en algún lugar juntos ellos dos y Sabina. Entraron en una
habitación grande. En medio había una cama, como en un escenario de teatro.
Tomás le ordenó que se quedara de pie en un rincón y después, delante de ella,
hizo el amor con Sabina. Esa visión le producía un dolor que no podía soportar.
Quería interrumpir el dolor del alma mediante el dolor del cuerpo y se metía
agujas en las uñas. «Dolía tanto», decía, y mantenía los puños cerrados como si
los dedos estuvieran heridos de verdad.
La
abrazó y ella lentamente (aún estuvo mucho tiempo temblando) fue durmiéndose en
sus brazos. Cuando, al día siguiente, volvió
a pensar en aquel sueño, recordó algo. Abrió el cajón del escritorio y sacó un
paquete de cartas que le había enviado Sabina. Pronto encontró el siguiente
párrafo: «Quisiera hacer el amor contigo en mi estudio, como en un escenario. Alrededor
habría gente y no podrían acercarse ni un paso. Pero no podrían quitarnos los
ojos de encima...».
Lo
peor era que la carta llevaba fecha. Era reciente, de una época en la que hacía
tiempo ya que Teresa vivía en casa de Tomás.
«¡Has estado revolviendo mis cartas!», le espetó.
No
lo negó y dijo: «¡Entonces échame!».
Pero
no la echó. Tenía la imagen de ella ante los ojos, pegada a la pared del
estudio de Sabina, clavándose agujas bajo las uñas. Cogió sus dedos, los
acarició, se los llevó a los labios y los besó como si aún hubiera en ellos
huellas de sangre.
Pero
a partir de entonces fue como si todo se aliara en contra suya. Casi todos los
días ella se enteraba de algún detalle de la vida amorosa secreta de él.
Al
principio él lo había negado todo. Cuando las pruebas se hicieron demasiado
evidentes, procuró demostrar que su poligamia no era en nada contradictoria con
su amor por ella. No era consecuente: a ratos negaba sus infidelidades y a
ratos volvía a justificarlas.
Una
vez llamó a una mujer para quedar con ella. Al terminar la conversación oyó un
extraño sonido que venía de la habitación contigua, como un sonoro castañeteo
de dientes.
Por
casualidad, ella había ido a su casa sin que él lo advirtiese. Llevaba en la
mano un frasco de calmante, se lo estaba bebiendo y el temblor de la mano hacía
que el cristal le golpeara los dientes.
Se
lanzó hacia ella como si la salvara de un naufragio. El frasco con la valeriana
cayó al suelo y estropeó la alfombra. Ella se resistió, quería soltarse, y él
tuvo que mantenerla abrazada durante un cuarto de hora como con una camisa de
fuerza antes de conseguir calmarla.
Sabía
que la situación en la que se encontraba no tenía justificación posible, porque
se asentaba en una absoluta desigualdad.
Antes
de que ella descubriera su correspondencia con Sabina habían estado con un
grupo de amigos en un bar. Celebraban el nuevo empleo de Teresa. Había dejado
el laboratorio y se había convertido en fotógrafa del semanario. Como a él no
le gustaba bailar, un joven colega se hizo cargo de Teresa. El aspecto que
tenían en la pista de baile era estupendo y Teresa le parecía más hermosa que
nunca. Advertía asombrado con qué precisión y obediencia Teresa se adelantaba
en una fracción de segundo a la voluntad de su compañero. Era como si aquel baile demostrara que su espíritu de
sacrificio, aquella especie de deseo entusiástico de hacer todo lo que quería
Tomás, antes de que él lo dijera, no estuviera ni mucho menos necesariamente ligado
a la personalidad de Tomás, sino a punto para responder a la llamada de
cualquier otro hombre que encontrara en su lugar. Nada más fácil que imaginar
que Teresa y su compañero eran amantes. ¡La facilidad con que podía evocarse
aquella imagen le dolía! Se dio cuenta de que el cuerpo de Teresa, sin el menor
inconveniente, era imaginable unido amorosamente a cualquier otro cuerpo masculino
y le dio un ataque de malhumor. No reconoció que estaba celoso hasta muy
entrada la noche, cuando regresaron a casa.
Aquellos
celos absurdos, que no se referían más que a una posibilidad teórica, eran la
prueba de que consideraba que su fidelidad era una condición imprescindible.
¿Cómo podía entonces reprocharle que ella tuviera celos de sus amantes, éstas
sí absolutamente reales?
8
Durante el día, Teresa trataba (aunque con éxito sólo parcial) de creer en lo que decía Tomás y de estar alegre como lo había estado hasta entonces. Pero los celos domados durante el día se manifestaban con tanta mayor fiereza en sus sueños, que terminaban siempre en un lamento del que él tenía que despertarla.
Los
sueños se repetían como variaciones sobre temas o como seriales de televisión.
Con frecuencia se reiteraban, por ejemplo los sueños sobre gatas que le
saltaban a la cara y le clavaban las uñas. Podemos encontrar una explicación
bastante sencilla para esto: en el argot checo, gata es la denominación de una
mujer guapa. Teresa se sentía amenazada por las mujeres, por todas las mujeres.
Todas las mujeres eran amantes en potencia de Tomás y ella les tenía miedo.
En
otro ciclo de sueños, la enviaban a la muerte. Una vez, en medio de la noche,
él la despertó cuando gritaba aterrorizada y ella le contó: «Había una gran
piscina cubierta. Seríamos unas veinte. Todas mujeres. Todas estábamos desnudas
y teníamos que marchar alrededor de la piscina. Del techo colgaba un cesto y
dentro de él había un hombre de pie. Llevaba un sombrero de ala ancha que
dejaba en sombras su cara, pero yo sabía que eras tú. Nos dabas órdenes. Gritabas.
Mientras marchábamos teníamos que cantar y hacer flexiones. Cuando alguna hacía
mal la flexión, tú le disparabas con una pistola y ella caía muerta a la
piscina. Y en ese momento todas empezaban a reírse y a cantar en voz aún más
alta. Tú no nos quitabas los ojos de encima y, cuando alguna volvía a hacer
algo mal, le disparabas. La piscina estaba llena de cadáveres que flotaban
justo debajo de la superficie del agua.
¡Y yo me daba cuenta de que ya no tenía fuerza para hacer la siguiente
flexión y de que me ibas a matar!».
El
tercer ciclo de sueños se refería a ella ya muerta.
Yacía
en un coche fúnebre grande como un camión de mudanzas. A su lado no había más
que mujeres muertas. Había tantas que las puertas tenían que quedar abiertas y
las piernas de algunas sobresalían.
Teresa
gritaba: «¡Si yo no estoy muerta! ¡Si lo siento todo!».
«Nosotras también lo sentimos todo», reían los cadáveres.
Reían
exactamente con la misma risa que aquellas mujeres vivas que alguna vez le
habían dicho con satisfacción que era del todo normal que ella tuviera un día
los dientes estropeados, los ovarios enfermos y arrugas en la cara, porque
ellas también tenían los dientes estropeados, los ovarios enfermos y arrugas en
la cara. ¡Con la misma risa ahora le explicaban que estaba muerta y que así es cómo
tenía que ser!
De
pronto sintió ganas de hacer pis. Gritó: «¡Pero si tengo ganas de hacer pis!
¡Eso prueba que no estoy muerta!».
Y
ellas volvieron a reírse: «¡Es normal que tengas ganas de hacer pis! Todas esas
sensaciones permanecerán durante mucho tiempo. Es como cuando a alguien le
amputan una mano y sigue sintiéndola mucho después. Nosotras ya no tenemos
orina y sin embargo siempre tenemos ganas de hacer pis».
Teresa
se abrazó en la cama a Tomás: «¡Y todas
me tuteaban, como si me conocieran de toda la vida, como si fueran amigas mías
y yo sentía pánico de tener que quedarme con ellas para siempre!».
9
Todos los idiomas derivados del
latín forman la palabra «compasión» con el prefijo «com-» y la palabra pas-sio
que significaba originalmente «padecimiento» Esta palabra se traduce a otros idiomas, por ejemplo al
checo, al polaco, al alemán, al sueco, mediante un sustantivo compuesto de un
prefijo del mismo significado, seguido de la palabra «sentimiento»; en checo: sou-cit;
en polaco: wspól-czucie; en alemán: Mit-gefühl; en sueco: med-kánsla.
En
los idiomas derivados del latín, la palabra «compasión» significa: no podemos
mirar impertérritos el sufrimiento del otro; o: participamos de los
sentimientos de aquel que sufre. En otra palabra, en la francesa pitié (en la inglesa
pity, en la italiana pieta, etc.), que tiene aproximadamente el mismo
significado, se nota incluso cierta indulgencia hacia aquel que sufre. Avoir de
la pifié pour une femme significa que nuestra situación es mejor que la de la
mujer, que nos inclinamos hacia ella, que nos rebajamos.
Este
es el motivo por el cual la palabra «compasión» o «piedad» produce
desconfianza; parece que se refiere a un sentimiento malo, secundario, que no
tiene mucho en común con el amor. Querer a alguien por compasión significa no
quererlo de verdad.
En
los idiomas que no forman la palabra «compasión» a partir de la raíz del
«padecimiento» (passio), sino del sustantivo «sentimiento», estas palabras se
utilizan aproximadamente en el mismo sentido, sin embargo es imposible afirmar
que se refieran a un sentimiento secundario, malo. El secreto poder de su etimología
ilumina la palabra con otra luz y le da un significado más amplio: tener
compasión significa saber vivir con otro su desgracia, pero también sentir con
él cualquier otro sentimiento: alegría, angustia, felicidad, dolor. Esta
compasión (en el sentido de jvspó/czucie, Mitgefübl, madkansld] significa
también la máxima capacidad de imaginación sensible, el arte de la telepatía
sensible; es en la jerarquía de los sentimientos el sentimiento más elevado.
Cuando
Teresa soñó que se clavaba agujas entre las uñas, reveló así que había espiado
en los cajones de Tomás. Si se lo hubiera hecho alguna otra mujer, no hubiera
vuelto a hablar con ella en la vida. Teresa lo sabía y por eso le dijo:
«¡Entonces, échame!». Pero no sólo no la echó, sino que le cogió la mano y le
besó las yemas de los dedos, porque en ese momento él mismo sentía el dolor
debajo de las uñas de ella, como si los nervios de sus dedos condujeran directamente
a la corteza cerebral de él. Un hombre que no goce del diabólico regalo
denominado compasión no puede hacer otra cosa que condenar lo que hizo Teresa,
porque la vida privada del otro es sagrada y los cajones que contienen su
correspondencia íntima no se abren. Pero como la compasión se había convertido
en el sino (o la maldición) de Tomás, le pareció que había sido él mismo quien
había estado arrodillado ante el cajón abierto del escritorio, sin poder
separar los ojos de las frases que había escrito Sabina. Comprendía a Teresa y
no sólo era incapaz de enfadarse con ella, sino que la quería aún más.
10
Los
gestos de Teresa se volvían cada vez más bruscos y alterados. Habían pasado dos
años desde que descubrió sus infidelidades y la situación era cada vez peor. No
tenía salida.
¿Es que realmente no podía abandonar sus amistades eróticas?
No podía. Eso le hubiera destrozado. No tenía fuerzas suficientes para dominar
su apetito por las demás mujeres. Además le parecía innecesario. Nadie sabía
mejor que él que sus aventuras no amenazaban para nada a Teresa. ¿Por qué iba a
prescindir de ellas? Le parecía igualmente absurdo que pretender renunciar a ir
al fútbol.
¿Pero podía aún hablarse de satisfacción? En el
mismo momento en que salía a ver a alguna de sus amantes, notaba una sensación
de rechazo hacia ella y se prometía que era la última vez que iría a verla.
Tenía
ante sí la imagen de Teresa y para no pensar en ella necesitaba emborracharse
rápidamente. ¡Desde que conocía a Teresa era incapaz de hacer el amor con otras
mujeres sin alcohol! Pero precisamente el aliento que sabía a alcohol era la
huella que le permitía a Teresa comprobar con mayor facilidad sus
infidelidades.
Había
caído en la trampa: en cuanto iba tras ellas, desaparecían sus apetencias, pero
bastaba un día sin ellas para que marcara algún número de teléfono y fijara un
encuentro.
Con
Sabina se sentía un poco mejor, porque sabía que era discreta y que no había
peligro de que lo pusiera en evidencia. Su estudio le daba la bienvenida como
un recuerdo de su vida pasada, la idílica vida de un hombre soltero.
Quién
sabe si él mismo se daba cuenta de cuánto había cambiado: tenía miedo de llegar
tarde a casa porque allí le esperaba Teresa. En cierta ocasión, Sabina advirtió
que Tomás observaba el reloj mientras hacían e l amor y trataba de acelerar su
culminación.
Ella
se dedicó entonces a pasearse lentamente por el estudio y se detuvo ante un
cuadro que estaba sin terminar en el caballete mirando de reojo a Tomás que se
vestía apresuradamente.
Ya
estaba vestido, sólo tenía un pie descalzo. Echó una mirada a su alrededor y se
puso a gatas, buscando algo debajo de la mesa.
Ella
le dijo: «Cuando te miro, tengo la sensación de que te estás convirtiendo en el
eterno tema de mis cuadros. El encuentro entre dos mundos. La doble exposición.
Tras la silueta de Tomás el libertino reluce la increíble figura del enamorado
romántico. O al revés: a través de la figura del Tristán que no piensa más que
en su Teresa se vislumbra el hermoso mundo traicionado por el libertino».
Tomás
se puso de pie; oía las palabras de Sabina sin prestarles atención.
— ¿Qué estás buscando? —le preguntó.
—Un calcetín.
Registraron
juntos la habitación y él volvió a ponerse a gatas y a buscar debajo de la
mesa.
—Aquí no hay ningún calcetín tuyo —dijo Sabina-. Seguro que
no lo has traído.
—Cómo no lo iba a traer —gritó Tomás mirando el reloj—. ¡No iba
a venir con un solo calcetín!
—Es una posibilidad que no hay que descartar. Últimamente
andas muy distraído. Siempre vas con prisa, mirando el reloj y no es de
extrañar que te olvides de ponerte un calcetín.
Estaba
ya decidido a ponerse el zapato sin calcetín.
—Afuera hace frío —dijo Sabina—. Te presto una media mía.
Le
dio una media larga blanca, de ganchillo.
El
sabía perfectamente que aquélla era una venganza por haber mirado el reloj
mientras hacían el amor. Sabina había escondido su calcetín en alguna parte.
Hacía frío de verdad y no le quedaba más remedio que aceptarla. Se fue a su
casa con un calcetín en un pie y una media blanca de mujer en el otro,
arremangada sobre el tobillo.
Su
situación no tenía salida: para sus amantes estaba marcado con la oprobiosa
señal de su amor a Teresa y, para Teresa, con la oprobiosa señal de sus
aventuras con sus amantes.
11
Para mitigar sus sufrimientos se
casó con ella (por fin pudieron dejar el piso de alquiler en el que hacía
tiempo ella ya no vivía) y le consiguió un cachorro.
La
madre era una San Bernardo de un compañero suyo. El padre de los cachorros, el
pastor alemán de los vecinos. Nadie quería a los pequeños bastardos y a su
compañero le daba pena sacrificarlos.
Tomás
elegía uno de los cachorros a sabiendas de que los que no eligiera iban a tener
que morir. Se sentía como un presidente de la república cuando tiene ante sí a
cuatro condenados a muerte y sólo puede indultar a uno. Al fin eligió un
cachorro, una perrita cuyo cuerpo parecía recordar al del pastor mientras que
la cabeza era la de la madre, la San Bernardo. Lo llevó a Teresa. Cogió la
perrita, la apretó contra su pecho e inmediatamente le meó la blusa.
Se
pusieron a buscarle un nombre. Tomás quería que por el nombre se supiera que el
perro era de Teresa y se acordó del libro que llevaba bajo el brazo cuando
llegó a Praga sin avisar. Propuso que al cachorro lo llamaran Tolstoi.
—No puede llamarse Tolstoi —replicó Teresa—
porque es una señorita. Podría ser Ana Karenina.
—No puede ser Ana Karenina, porque ninguna mujer
puede tener un morro tan chistoso como éste — dijo Tomás—. Se parece más bien a
Karenin. Sí, el señor Karenin. Así es como me lo imaginaba.
— ¿Pero no afectará a su sexualidad que la
llamemos Karenin?
—Es posible que una perra a la que sus amos
llaman permanentemente como a un perro desarrolle tendencias lesbianas.
Las
palabras de Tomás se hicieron realidad de un modo curioso. A pesar de que
habitualmente las perras tienen más apego a sus amos que a sus amas, en el caso
de Karenin era al revés. Decidió enamorarse de Teresa. Tomás le estaba
agradecido. Le acariciaba la cabeza y le decía: «Haces bien Karenin. Esto es
precisamente lo que yo quería de ti. Si yo solo no basto, tú tienes que
ayudarme».
Pero
ni aún con la ayuda de Karenin logró hacerla feliz. Se dio cuenta de ello
aproximadamente al décimo día en que su país fuera ocupado por los tanques
rusos. Era el mes de agosto de 1968 y a Tomás le llamaba todos los días por
teléfono el director del hospital de Zurich con el que se habían hecho amigos
en alguna conferencia internacional. Temía por lo que le pudiera pasar y le ofrecía
un puesto de trabajo.
12
Si
Tomás rechazaba la oferta del suizo casi sin pensarlo era por Teresa. Suponía
que no iba a querer marcharse. Además ella había pasado los siete primeros días
de la ocupación en una especie de éxtasis que casi parecía felicidad. Andaba
por la calle con su cámara repartiendo fotos a los periodistas extranjeros que
se pegaban por obtenerlas. En cierta ocasión, mientras con excesivo descaro fotografiaba
de cerca a un oficial que apuntaba con su revólver a la gente, la detuvieron y
le hicieron pasar la noche en un puesto de mando ruso. La amenazaron con
fusilarla, pero en cuanto la dejaron en libertad, volvió a salir a la calle y
volvió a hacer fotos.
Por
eso Tomás se quedó sorprendido cuando al décimo día de la ocupación le dijo:
— ¿Y tú por qué no quieres ir a Suiza?
— ¿Y por qué iba a tener que irme?
—Aquí tienen cuentas pendientes contigo.
— ¿Y con quién no las tienen? —dijo Tomás con un gesto de
despreocupación—. Pero dime: ¿tú serías capaz de vivir en el extranjero?
— ¿Y por qué no?
—Te he visto arriesgar tu vida por este país. ¿Cómo es
posible que ahora estés dispuesta a abandonarlo?
—Desde que volvió Dubcek todo ha cambiado —dijo Teresa.
Era
verdad: la euforia general sólo duró los siete primeros días de la ocupación.
Las autoridades del país habían sido capturadas por el ejército ruso como si
fueran criminales, nadie sabía dónde estaban, todos temblaban por su vida y el
odio a los rusos embriagaba cual alcohol a la gente. Era una fiesta ebria de
odio. Las ciudades checas estaban adornadas con miles de carteles pintados a
mano, con textos irónicos, epigramas, poemas, caricaturas de Brezhnev y su
ejército, del que todos se reían como de una banda de analfabetos. Pero no hay
fiesta que dure eternamente. Mientras tanto, los rusos obligaron a los
representantes del Estado detenidos a firmar en Moscú una especie de
compromiso. Dubcek regresó con ellos a Praga y después leyó en la radio su
discurso. Tras seis días de cárcel estaba tan destrozado que no podía hablar,
se atragantaba, se quedaba sin aliento, de modo que entre frase y frase había
pausas interminables que duraban casi medio minuto.
El
compromiso alcanzado salvó al país de lo peor: de los fusilamientos y de las
deportaciones en masa a Siberia que espantaban a todos. Pero uña cosa ya estaba
clara: Bohemia iba a tener que inclinarse ante el conquistador; iba a tener que
atragantarse ya para siempre, que tartamudear, que quedarse sin aliento como
Alexander Dubcek. Se había acabado la fiesta. Habían llegado los días hábiles
de la humillación.
Todo
esto se lo decía Teresa a Tomás y él sabía que era verdad, pero que por debajo
de esa verdad había otro motivo más, aún más esencial, para que Teresa quisiera
irse de Praga: no era feliz con la vida que había llevado hasta entonces.
Los
días más hermosos de su vida los había vivido fotografiando en las calles a los
soldados rusos y exponiéndose al peligro. Fueron los únicos días en los que el
serial televisivo de sus sueños se interrumpió y sus noches fueron felices. Los
rusos le trajeron en sus tanques el equilibrio interior. Ahora, terminada ya la
fiesta, vuelve a tener miedo de sus noches y querría huir de ellas. Sabe ya que
hay situaciones en las que es capaz de sentirse fuerte y satisfecha y por eso desea
ir a recorrer el mundo, con la esperanza de volver a encontrar situaciones
similares.
— ¿Y no te importa —le preguntó Tomás— que Sabina
también haya emigrado a Suiza?
— Ginebra no es Zurich —dijo Teresa—. Seguro que
allí me molestará menos de lo que me molestaba en Praga.
La
persona que desea abandonar el lugar en donde vive no es feliz. Por eso Tomás
aceptó el deseo de emigrar de Teresa, como el culpable acepta la condena. Se
sometió a ella y un buen día se encontró, con Teresa y Karenin, en la mayor
ciudad de Suiza.
13
Compró
una cama para el piso vacío (aún no tenían dinero para los demás muebles) y se
puso a trabajar con la furia de una persona que empieza una nueva vida después
de los cuarenta.
Llamó
varias veces a Sabina a Ginebra. Había tenido la suerte de que una exposición
de cuadros suyos se inaugurara una semana antes de la invasión rusa, de modo
que los suizos amantes de la pintura se dejaron
llevar por la ola de simpatía hacia el pequeño país y compraron todos
sus cuadros.
«Gracias a los rusos me he hecho rica», bromeaba
por teléfono e invitaba a Tomás a visitarla en su nuevo estudio que al parecer
no era muy distinto del que Tomás conocía ya de Praga.
Le
hubiera gustado visitarla pero no encontraba disculpa alguna que justificara su
viaje ante Teresa. Así que Sabina vino a Zurich. Se alojó en un hotel. Tomás
fue a visitarla al terminar su jornada de trabajo, llamó por teléfono desde la
recepción y subió a su habitación. Ella le abrió la puerta y apareció ante él
con sus hermosas y largas piernas, sin vestir, sólo con el sujetador y las bragas.
En la cabeza llevaba un sombrero hongo negro. Le miró largamente, inmóvil y sin
decir palabra. Tomás también permanecía en silencio. De pronto se dio cuenta de
que estaba emocionado. Le quitó el sombrero y lo colocó encima de la mesa,
junto a la cama. Después hicieron el amor sin decir ni una sola palabra.
Cuando
salió del hotel hacia su casa de Zurich (en la que ya desde hacía tiempo había
una mesa, sillas, sillones, alfombra) se dijo, feliz, que llevaba consigo su
modo de vida igual que un caracol su casa. Teresa y Sabina representaban los
dos polos de su vida, dos polos lejanos, irreconciliables, y sin embargo ambos hermosos.
Sólo
que precisamente porque él llevaba consigo su modo de vida a todas partes, como
parte de su cuerpo, Teresa seguía teniendo los mismos sueños.
Llevaban
ya en Zurich seis o siete meses cuando llegó una noche tarde a casa y encontró
encima de la mesa una carta. Ella le
comunicaba que había regresado a Praga. Regresaba porque no tenía fuerzas para
vivir en el extranjero. Sabía que debía haberle servido de apoyo a Tomás, pero
sabía también que no era capaz de hacerlo. Había pensado ingenuamente que en el
extranjero cambiaría. Había creído que después de lo que había vivido durante
los días de la ocupación ya no volvería a ser puntillosa, que se volvería
mayor, sagaz, fuerte, pero se había sobreestimado. Es para él una carga y no
quiere serlo. Quiere sacar las conclusiones pertinentes antes de que sea
demasiado tarde. Y le pide disculpas por haberse llevado a Karenin.
Tomó
un somnífero fuerte y a pesar de eso no se durmió hasta la madrugada. Por
suerte era sábado y podía quedarse en casa. Analizaba la situación por
quincuagésima vez: las fronteras entre su país y el resto del mundo ya no están
abiertas como cuando emprendieron el viaje. Ya no hay telegrama ni teléfono
alguno que sea capaz de devolverle a Teresa. Las autoridades no la dejarán
salir. Su partida es increíblemente definitiva.
14
La
conciencia de que era absolutamente impotente le hizo el efecto de un mazazo,
pero al mismo tiempo lo tranquilizó. Nadie le obligaba a tomar ninguna
decisión. No tiene que mirar a la pared del edificio de enfrente y preguntarse
si quiere o no vivir con ella. Teresa lo ha decidido todo por su cuenta.
Fue
al restaurante a almorzar. Estaba triste pero durante la comida pareció como si
la desesperación inicial se hubiera fatigado, como si hubiera perdido fuerza y
no hubiera quedado de ella más que melancolía. Miraba hacia atrás, hacia los
años que había vivido con ella, y le parecía que su historia común no podía haberse
cerrado mejor de lo que se había cerrado. Si aquella historia la hubiera
inventado otra persona, no hubiera podido terminarla de otro modo:
Teresa
llegó un día a su lado sin que él la hubiera invitado. Otro día, del mismo
modo, se fue. Llegó con una pesada maleta. Con una pesada maleta se fue.
Pagó,
salió del restaurante y se puso a pasear por las calles, lleno de una
melancolía que se hacía cada vez más hermosa. Había pasado siete años de su
vida con Teresa y ahora comprobaba que aquellos años eran más hermosos en el
recuerdo que cuando los había vivido.
El
amor que había entre él y Teresa era bello, pero también fatigoso: tenía que estar permanentemente
ocultando algo, disfrazándolo, fingiendo, arreglándolo, manteniéndola contenta,
consolándola, demostrando ininterrumpidamente su amor, siendo acusado por sus
celos, por su sufrimiento, por sus sueños, sintiéndose culpable, justificándose
y disculpándose. Aquel esfuerzo había desaparecido ahora y permanecía la belleza.
Se
acercaba la noche del sábado, por primera vez paseaba solo por Zurich y
aspiraba al perfume de su libertad. Detrás de cada esquina se escondía la
aventura. El futuro había vuelto a convertirse en un secreto. Su vida de
soltero le había sido devuelta, una vida para la cual antes estaba seguro de
haber nacido, seguro de que era la única que le permitía ser tal como de verdad
era.
Hacía
ya siete años que vivía atado a Teresa y cada uno de sus pasos era observado
por los ojos de ella. Era como si le hubiera atado al tobillo una bola de
hierro. Su paso era ahora, de pronto, mucho más ligero. Casi flotaba. Se
hallaba en el campo mágico de Parménides: disfrutaba de la dulce levedad del ser.
(¿Tenía
ganas de telefonear a Sabina a Ginebra? ¿De llamar a alguna de las mujeres que
había conocido en Zurich en los últimos meses? No, no tenía la menor intención
de hacerlo. Intuía que, si se reuniera con alguna mujer, el recuerdo de Teresa
se haría al instante insoportablemente doloroso.)
Aquel
extraño encantamiento melancólico duró hasta el domingo por la noche. El lunes
todo cambió. Teresa irrumpió en su mente: sentía el estado de ánimo de ella
cuando le escribía la carta de despedida; sentía cómo le temblaban las manos;
la veía arrastrando la pesada maleta en una mano, la correa de Karenin en la
otra; se la imaginaba abriendo la cerradura de la casa de Praga y sentía
en su propio corazón la orfandad de la
soledad que la envolvía al abrir la puerta.
Durante
aquellos dos hermosos días de melancolía su compasión no había hecho más que
descansar. La compasión dormía, como duerme el minero el domingo después de una
serrana de trabajo duro para el lunes poder bajar otra vez al tajo.
Atendía
a un paciente y, en lugar de verlo a él, veía a Teresa. El mismo se lo
reprochaba: ¡no pienses en ella! ¡No pienses en ella! Se decía: precisamente
porque estoy enfermo de compasión, es bueno que se haya ido y que ya no la vea.
¡Tengo que liberarme, no de ella, sino de mi compasión, de esa enfermedad que antes
no conocía y con cuyo bacilo me contagió!
El
sábado y el domingo sintió la dulce levedad del ser, que se acercaba a él desde
las profundidades del futuro. El lunes cayó sobre él un peso hasta entonces
desconocido. Las toneladas de hierro de los tanques rusos no eran nada en
comparación con aquel peso. No hay nada más pesado que la compasión. Ni siquiera
el propio dolor es tan pesado como el dolor sentido con alguien, por alguien,
para alguien, multiplicado por la imaginación, prolongado en mil ecos.
Se
hacía reproches para no rendirse a la compasión y la compasión lo oía con la
cabeza gacha, como si se sintiera culpable. La compasión sabía que se estaba
aprovechando de sus poderes y sin embargo se mantenía calladamente en sus
trece, de modo que al quinto día de la partida de ella Tomás le comunicó al
director del hospital (al mismo que después de la invasión rusa le llamaba a
diario a Praga) que debía regresar de inmediato. Le daba vergüenza. Sabía que
su actitud tenía que parecerle al director irresponsable e imperdonable. Tenía
ganas de confesárselo todo, de hablarle de Teresa y de la carta que había
dejado para él en la mesa. Pero no lo hizo. Desde el punto de vista de un
médico suizo, la actuación de Teresa tenía que parecer histérica y antipática.
Y Tomás no estaba dispuesto a permitir que nadie pensase mal de ella.
El
director estaba verdaderamente afectado.
Tomás
se encogió de hombros y dijo: «Es muss sein. Es muss sein».
Era
una alusión. La última frase del último cuarteto de Beethoven está escrita
sobre estos dos motivos: Para que el sentido de estas palabras quedase del todo
claro, Beethoven encabezó toda la frase final con las siguientes palabras: «Der
schwer gefasste Entschluss»: «Una decisión de peso».
Con
aquella alusión a Beethoven, Tomás volvía a referirse, en realidad, a Teresa,
porque había sido precisamente ella la que le había obligado a comprar los
discos de los cuartetos y las sonatas de Beethoven.
La
alusión resultó más adecuada de lo que él hubiera podido suponer, porque el
director era un gran aficionado a la música. Se sonrió ligeramente y dijo en
voz baja, imitando la melodía de Beethoven: «¿Muss es sein?»
Tomás
dijo una vez más: «Ja, es muss sein».
16
A
diferencia de Parménides, para Beethoven el peso era evidentemente algo
positivo. «Der Schwer gefasste Entschluss», una decisión de peso, va unida a la
voz del Destino («es muss sein»); el peso, la necesidad y el valor son tres
conceptos internamente unidos: sólo aquello que es necesario, tiene peso; sólo
aquello que tiene peso, vale.
Esta
convicción nació de la música de Beethoven y, aunque es posible (y puede que
hasta probable) que sus autores hayan sido más bien los comentaristas de
Beethoven y no el propio compositor, hoy la compartimos casi todos: la grandeza
del nombre consiste en que carga con su destino como Atlas cargaba con la
esfera celeste a sus espaldas. El héroe de Beethoven es un levantador de pesos
metafísicos.
Tomás
partió hacia la frontera suiza y yo me imagino al propio Beethoven, melenudo y
huraño, dirigiendo la orquesta de los bomberos locales y tocándole, para su
despedida de la emigración, una marcha llamada «Es muss sein!».
Pero
luego Tomás atravesó la frontera checa y se topó con una columna de tanques
soviéticos. Tuvo que detener el coche en un cruce de caminos y esperar media
hora a que pasaran. Un horrible soldado en uniforme negro dirigía el tráfico en
el cruce, como si todas las carreteras checas fueran de su propiedad.
«Es muss sein», repetía Tomás, pero pronto empezó
a dudarlo: ¿de verdad tenía que ser así?
Sí,
era insoportable permanecer en Zurich e imaginarse a Teresa viviendo sola en
Praga.
¿Pero cuánto tiempo le torturaría la compasión?
¿Toda la vida? ¿O todo un año? ¿O un mes? ¿O sólo una semana?
¿Cómo podía saberlo? ¿Cómo podía comprobarlo?
Cualquier
colegial puede hacer experimentos durante la clase de física y comprobar si
determinada hipótesis científica es cierta. Pero el hombre, dado que vive sólo
una vida, nunca tiene la posibilidad de comprobar una hipótesis mediante un
experimento y por eso nunca llega a averiguar si debía haber prestado oído a su
sentimiento o no.
Con
estos pensamientos abrió la puerta de la casa. Karenin le saltó a la cara y le
hizo así más fácil el momento del encuentro. Las ganas de abrazar a Teresa
(unas ganas que aún sentía en Zurich, en el momento de subir al coche) habían
desaparecido por completo. Le parecía que estaba frente a ella en medio de una
planicie nevada y que los dos temblaban de frío.
17
Desde
el primer día de la ocupación, los aviones rusos volaban durante toda la noche
sobre Praga. Tomás se había desacostumbrado a aquel ruido y no podía dormir.
Daba
vueltas en la cama mientras Teresa dormía y se acordaba de lo que había dicho
hacía tiempo en una conversación intrascendente. Estaban hablando de su
amigo Z. y ella afirmó: «Si no te
hubiera encontrado a ti, seguro que me hubiera enamorado de él».
Ya
en esa ocasión aquellas palabras le produjeron a Tomás una extraña melancolía.
Y es que de pronto se dio cuenta de que era mera casualidad el que Teresa lo
amase a él y no a su amigo Z. Se dio cuenta de que, además del amor de ella por
Tomás, hecho realidad, existe en el reino de lo posible una cantidad infinita
de amores no realizados por otros hombres.
Todos
consideramos impensable que el amor de nuestra vida pueda ser algo leve, sin
peso; creemos que nuestro amor es algo que tenía que ser; que sin él nuestra
vida no sería nuestra vida. Nos parece que el propio huraño Beethoven, con su
terrible melena, toca para nuestro gran amor su «es muss sein!».
Tomás
se acordaba del comentario de Teresa sobre el amigo Z. y constataba que la
historia del amor de su vida no iba acompañada del sonido de ningún «es muss
sein!», sino más bien por el de «es kónnte auch anders sein»: también podía
haber sido de otro modo.
Hace
siete años se produjo casualmente en el
hospital de la ciudad de Teresa un complicado caso de enfermedad cerebral, a
causa del cual llamaron con urgencia a consulta al director del hospital de
Tomás. Pero el director tenía casualmente
una ciática, no podía moverse y envió en su lugar a Tomás a aquel hospital
local. En la ciudad había cinco hoteles, pero Tomás fue a parar casualmente
justo a aquél donde trabajaba Teresa. Casualmente le sobró un poco de tiempo
para ir al restaurante antes de la salida del tren. Teresa casualmente
estaba de servicio y casualmente
atendió la mesa de Tomás. Hizo falta que se produjeran seis casualidades
para empujar a Tomás hacia Teresa, como si él mismo no tuviera ganas.
Regresó
a Bohemia por su causa. Una decisión tan trascendental se basaba en un amor tan
casual que no hubiera existido si su jefe no hubiera tenido la ciática hacía
siete años. Y aquella mujer, aquella personificación de la casualidad absoluta
yace ahora a su lado y respira profundamente mientras duerme.
Estaba
ya bien entrada la noche. Sentía que le empezaba a doler el estómago, tal como
solía ocurrirle en los momentos de angustia.
La
respiración de ella se transformó una o dos veces en un suave ronquido. Tomás
no sentía en su interior ninguna clase de compasión. Lo único que sentía era la
presión en el estómago y la desesperación por haber regresado.